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LOS ÚLTIMOS TIEMPOS

En la Tierra nunca se había vivido un estado de excitación parecido. Y cuando digo ‘nunca’ me refiero precisamente a eso. La novedad era tan asombrosa que había conseguido aunar a todo el mundo sin excepciones, sin distinciones de raza, edad o creencias religiosas.

Es decir, por vez primera los humanos se estaban comportando como si fueran ‘un sol hombre’, homogéneos, dejando de un lado a sus distinciones y preferencias para dirigir todos sus esfuerzos hacia un mismo objetivo.

Todos tenían su mirada fija en las otras galaxias. Lo cual no era, al fin y al cabo, una gran novedad. Lo novedoso era que ellos, los humanos, iban a explorar otras galaxias.

Hasta entonces la comunicación intergaláctica había sido nula o casi. Hubo un episodio curioso, unos años antes, del que no fue posible sacar conclusiones lógicas ni informaciones útiles. Ahora todos se habían olvidado de aquello, especialmente después de que el ya famoso DeLuzi Jones descubrió un fallo evidente en los cálculos de Einstein y replanteó por completo la teoría de la gravitación universal, la equivalencia entre masa y energía y las limitaciones a la velocidad en los viajes interestelares y galácticos.

Estas teorías apabullantes permitieron replantear la filosofía y la manera con que los hombres miraban al espacio. El cielo de estrellas se hizo de improviso extremadamente cercano, y los hallazgos de planetas habitables en la Vía Láctea contribuyeron a encender el fuego de la esperanza.

Los estudios de DeLuzi Jones sirvieron de base para los sucesivos desarrollos en el campo de la ingeniería. El estado capitalista se fue al garete; es más, los estados se fueron al garete. Todos. Sólo hubo una raza: los terrícolas, los humanos, los conquistadores de las estrellas, los propagadores de la semilla del hombre en toda su galaxia.

Porque la Vía Láctea era, es y será del hombre.

***

—¿Qué está ocurriendo, Gabriel?— La voz de dios era grave, el momento era evidentemente muy serio.

—No he sido yo, Señor.—

—Eso ya lo sé. Pero ¿cómo se han podido enterar? El transmutador influyente no estaba conectado, y en los registros no he encontrado nada sospechoso.— Mientras tanto, el tiempo en la Tierra iba transcurriendo, inexorable.

—Creo que Lucifer tiene algo que ver— dijo finalmente Gabriel. Dios manifestó sorpresa, pero en realidad lo sabía. Sólo quería ver cuánto tardaría su asistente en darse cuenta, y el arcángel no había sido nunca un guepardo.

—Eso digo, Señor. Él y sus aparatos baratitos, hechos en el lado oscuro de la espiritualidad. Le sugirió algo a aquel tal Jones, y mira, ahora tenemos humanos desparramados por toda la Vía Láctea. ¡Qué ganas de fastidiar a los experimentos de los demás!— Cuando actuaba como defensor de los experimentos de Dios, Gabriel era muy fervoroso.

En eso Miguel era aún más peligroso, desenvainaba su espada a cada momento y con cada amenaza. Ambos se estaban recalentando en exceso, sólo Rafael se mantenía un poco cuerdo; ya se sabe, estaba más dado a tratar con el resultado de los influjos luciferinos.

—Ya veremos si podemos recuperar el sustrato— fue la contestación de Dios, que quiso así aplacar un poco los ánimos arcangelicales.

***

No encontró resistencia. En su afán conquistador se asentó en numerosos planetas de estrellas cercanas, ampliando luego sucesivamente su influencia hacia el centro de su galaxia. Miles de estrellas entre los miles de millones que componen la Vía Láctea albergaron en algún momento la presencia del hombre, una diáspora preocupante por su inestabilidad. Los humanos no encontraron vida inteligente, en muchos casos no encontraron ni vida, pero allá dónde podría haberse quedado, no lo hizo. Fue tocándolos, sin establecerse.

Metió la pata. Una, y otra, y otra vez. Pero nunca quiso admitirlo. Su soberbia crecía paralelamente a su expansión geográfica.

Eso fue, con toda probabilidad, lo que condenó al hombre. No condenó a la humanidad, como suelen decir algunos; condenó al hombre, a los Terrícolas, los habitantes originarios del planeta Tierra que se disolvieron e infectaron a todos los planetas habitables e inhóspitos de su galaxia. Todo un éxito para ellos.

Escucharon más a aquellos que les llevaban por sendas peligrosas. El hecho de poderse expandir a lo largo de su galaxia estaba de algún modo previsto. Alguien, un día, antes o después, se daría cuenta de que las ecuaciones de Einstein y de todos los físicos del siglo XX no eran más que el punto de partida, unos juegos para niños, para empezar a entender al mundo.

Pero la posibilidad técnica tenía que ir acompañada de cierta madurez sentimental e intangible. El hombre necesitaba, para poder escapar de su mundo, de su Tierra natal, algo más que la posibilidad técnica: necesitaba poder asimilar los descubrimientos que iba a realizar, necesitaba asombrarse delante de ellos, necesitaba sorprenderse.

Necesitaba ser humilde.

Aquí falló. Aquí perdió su identidad.

Algunos intentaron explicar precisamente esta necesidad: les acallaron; les amordazaron; les mataron, en muchas ocasiones; y ellos optaron por gritar en el desierto con voz siempre más baja, hasta que se conformaron con dar testimonio y reclutar a unos pocos disconformes.

La mayoría, y la mayoría que se podía escuchar, no era humilde. Exaltaba el hombre por encima de cualquier otro ser viviente, otorgándole el derecho a actuar como le pareciera en relación a las otras formas de vida, llamadas ‘inferiores’ con desprecio.

Eso no quiere decir que no hubiera humildes entre las fuerzas de emigración, tanto entre los colonos como entre las tripulaciones. Su actitud era lo que les delataba.

Así, como dije al principio, todo el mundo vivía en un estado de perenne excitación, si bien por motivos diferentes. Los ‘normales’ se desvivían por los progresos tecnológicos y por las posibilidades ofrecidas a la hora de expandir el Imperio Terrestre. La excitación de los ‘humildes’ estaba relacionada con conseguir evitar el martirio.

Todo ello funcionó bastante bien, hasta que el hombre decidió intentar dar un salto cualitativo. Sus viajes de colonización iban a convertirse en viajes intergalácticos. Su expansión hacia el centro de la Vía Láctea había llegado a su fin, así como la exploración de los demás mundos de la misma galaxia. Hacían falta nuevas motivaciones, nuevos sueños, si los sueños ‘comprados’ hasta ahora no habían conseguido saciar a los hombres quizás nuevos objetivos darían en el blanco.

Los hombres habían llegado al ápice de la excitación, las naves espaciales intergalácticas estaban preparadas para despegar desde los espaciopuertos terrestres, ya que la Tierra se encontraba en una zona periférica de su galaxia. Desde allí sería más fácil empezar la aproximación a las galaxias cercanas, o eso dijeron los científicos. Planeado. Todo había sido planeado con esmero y detalle. Nada se había dejado al caso. ¡El hombre sería el primer ser intergaláctico!

Cuando, de repente, ocurrió.

***

Dios había estado siguiendo los acontecimientos con preocupación. El mal uso que del don de la libertad estaban haciendo los seres humanos le preocupaba desde hacía tiempo ya. Pero eso era demasiado.

Su locura, la embriaguez provocada por ser consciente de su libertad, había sobrepasado límites inimaginables. Y ya no había vuelta atrás. Los ‘humildes’ ya no eran escuchados, si bien estaban en el camino correcto. Eran perseguidos y emarginados. Los ‘normales’, quienes respondían a una normalidad estadística, no tanto a una definición de normalidad ‘como conforme a la justicia’, habían ganado la partida. O eso parecía. Lucifer también había ayudado a boicotear el experimento, pero no se saldría con la suya.

Una lástima, el experimento había sido interesante, pero Dios no podía permitir que la locura de los humanos contagiara a otras galaxias también.

Así cogió la probeta que contenía la galaxia llamada Vía Láctea y la echó al incinerador llamado Armagedón.

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