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Polvo

Año 2120

El polvo era inaguantable. Tan seco, tan gris, colándose por todos los resquicios, apelmazándose con los escasos residuos de grasa de las máquinas que aún funcionaban, de las pocas máquinas que quedaban, como inmensas estatuas conmemorativas de un progreso que había llevado una civilización a la ruina y aniquilación.

El agua nada podía para deshacerse del polvo, se deslizaba, hasta hacía de vehículo para transportarlo de aquí para allá. Hubo un tiempo en el que era suficiente añadir algún producto químico para variar la tensión superficial y conseguir así que el polvo se incorporara al agua. Este sistema había dejado de funcionar, como muchas otras cosas.

Sus manos no iban protegidas por guantes, así que el polvo le cortaba la piel dejando arañazos, a veces profundos y sangrantes, pero nunca penetrando al interior de su cuerpo: el flujo de sangre parecía ejercer el mismo efecto repelente protagonizado por el agua. Los que le habían enviado solían llamar ‘limpieza’ esta operación, aunque en realidad no tenía nada de limpio.

Hizo entonces aquello por lo que había llegado hasta allí, hasta el exterior. Empezó a perforar el suelo buscando agua. Agua limpia. Haciéndolo, perforando, produjo aún más polvo: mucho más polvo, y menos agua; tuvo que llegar hasta el tercer intento para encontrar un primer éxito, pero el agua que salió era negra y densa, como petróleo. No podía aprovecharla para nada, evidentemente había sido contaminada por las cenizas de un incendio ancestral.

No se desanimó, siguió perforando, aquí, allá, y conforme iban pasando las horas se encontraba siempre más cansado y siempre más recubierto de polvo. El resultado era el mismo, en cualquier punto. Finalmente decidió abandonar la búsqueda de ese día.

Se dirigió hacia la boca de entrada a la Ciudad Cerrada, donde iba a dejar su indumentaria y a soplar con aire sus manos para evitar que el polvo contaminara al interior de la ciudad.

La Ciudad Cerrada había sido construida precisamente para defenderse del polvo, que azotaba toda la superficie terrestre. Nadie sabía el origen del polvo – o nadie quería darse cuenta. No habían quedado muchos terrestres ya, se hablaba de la existencia de otras Ciudades Cerradas pero nadie las había visto nunca, y nadie se atrevía a ponerse a viajar bajo la amenaza constante del polvo.

Él a veces pensaba que los cuentos eran ciertos, y que había elegido el lado equivocado de la contienda.

La eterna lucha entre el bien y el mal. ¿Cuál es cual?

El mundo estaba recubierto de polvo, él lo sabía, le habían mandado a buscar agua, y alimento, pero no había nada de eso, y en la Ciudad Cerrada estaban muriendo. Todos. Y no querían ver de dónde provenía el polvo, cuáles habían sido los errores cometidos. Todos seguían haciendo lo mismo, y esperando resultados diferentes.

Era demasiado tarde, la humanidad tenía que acabar, antes o después. Este polvo… era lo que quedaba del progreso. De las carreteras y de los edificios. Del progreso social que había comportado una tasa de natalidad negativa. Era la lógica consecuencia del progresismo.

Hubiera ocurrido de todas formas. Así es. Las conciencias: tranquilas.

Él no podía decir que este progresismo desbocado le había dado un empujón decisivo al colapso planetario: hubiera sido acusado de derrotismo, desterrado y obligado a vivir lejos de la Ciudad Cerrada. ¡Cómo si eso fuera posible! Ya tenía suficiente con sus incursiones en busca de agua. Y a veces caía en la cuenta de que no les quedaban muchos días a la humanidad, y lo que dijera, pensara o le hicieran no era tan importante.

No se podía evitar lo inevitable, ni amordazar la realidad.

Se quitó el traje protector y entró en la única cámara de despulverización que aún funcionaba. Una vez limpio, volvió a entrar en la Ciudad Cerrada, agradeciendo con sarcasmo la herencia del progresismo, y esperando el inevitable e inminente fin del mundo.

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