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Requiem

Un hombre yacía sin vida, flotando en el espacio, inmutado, atrapado en una órbita geoestacionaria. Recubierto de hielo, aunque no estuviera nevando. Es el hielo de la solitud del espacio.

No siempre había sido así. Antes tenía vida, se movía, no estaba solo. Hasta que ocurrió.

Su uniforme de prospector no se veía dañado. El problema era oculto, era mucho más profundo y difuminado a la vez. Tan profundo que había causado su muerte. Tan difuminado que nadie llegará nunca a darse cuenta de ello, ya que su nombre aparecerá en la lista de las bajas y en breve nadie ya se acordará de él.

Cuando se había embarcado en la nave Estrella del Otoño no era un novato. Llevaba en su palmarés más de diez misiones. Con escaso éxito, eso es cierto, pero todo era experiencia. De los cinco tripulantes, él aportaba experiencia. Los demás, nave y dinero.

Estamos de acuerdo, sin nave hubiera sido un no-way. Y a veces se puede hasta prescindir de la experiencia, a pesar de que, tratándose de un viaje espacial, yo francamente no lo haría.

Los demás se aprovecharon de él.

Aprovecharon sus conocimientos y sus errores pasados para llegar al punto justo. Y en el momento más apropiado. Allí, unas reliquias del pasado, de enorme valor en el mercado de los coleccionistas. Por fin, un gran hallazgo, que había sido posible precisamente gracias al aporte determinante de ese hombre, que ahora yacía sin vida.

Una vez recuperados todos los artefactos, que por lo visto pertenecían a una raza que en el pasado había dominado la galaxia entera para después desaparecer sin dejar rastro, la verdad es que él no era necesario. Sobraba. Era alguien más con quien repartir una suma de dinero vertiginosamente grande: por lo visto nunca lo suficientemente grande para los apetitos insaciables de los humanos.

Le golpearon a traición, antes de volver. Mientras todavía estaban allí fuera, contemplando el manto de estrellas. Y le dejaron.

Durante el viaje de vuelta se pusieron de acuerdo acerca de la versión que iban a presentar a los medias y a los jueces. No podía haber fisuras. No se podían equivocar. Iban a poder comprar todo lo que querían, hasta jueces y jurados si hubiera sido necesario; no sabían que el dinero no lo puede comprar todo.

No sabían que hay justicia entre los humanos. Después de llegar al punto de inflexión los seres humanos volvieron a descubrir la importancia de la ética y del buen hacer, y las pasiones de unos pocos dejaron de dominar la conducta virtuosa de los demás.

No sabían muchas cosas.

No sabían tampoco, en su ciega e ignorante inexperiencia, que las naves espaciales ya no somos objetos. Somos seres vivos. Ayudamos a los seres humanos. Y una de las maneras de ayudarles es precisamente esta: combatir sus pasiones más turbias, una de ellas la codicia.

Tampoco sabían que me conectaría con las autoridades aeroportuarias nada más llegar a destinación, y no sabían qué decir cuando, al abrir la escotilla, se encontraron con unos guardias armados que los llevaron directamente a la cárcel.

Ignorantes.

Por eso, el prospector Michael Dowling se merece un réquiem apropiado a las circunstancias, y desgraciadamente soy el único que se lo puede dedicar.

Descansa, prospector Michael Dowling, arropado por este manto de estrellas, en un punto lejano y en una galaxia lejana. Has sido un hombre valiente, y muy desafortunado. Pero las estrellas gozarán para siempre de la visión de esta silueta blanca, impoluta por lo que se podía apreciar desde el exterior. Y gozarán para siempre de tu sincera, solitaria y silenciosa compañía.

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